- Un lirio en el estiércol. Siempre con la dirección de la sátira guiando sus relatos, una nueva entrega de “Títeres sin cabeza”, metáfora de la San José y Costa Rica de hoy donde la ilegalidad, el desorden y la inmigración irregular ganan terreno creando un propicio ambiente para la delincuencia avasalladora de la sociedad y con ello más subdesarrollo.
Por Frank Ruffino
—Bueno… y ese indígena… ¿qué? —Me dije, mientras aguardaba el bus de Sabana, diagonal al Automercado.
No le había visto anteriormente, pero al parecer era habitual de esa zona de la capital, un zarrapastroso más que mueve la creciente e imparable economía informal de esta pequeña república entregada al mejor postor.
Del renegrido y raído saco de gangoche fue sacando y acomodando meticulosamente sobre una caja de cartón aguacates para la venta.
Serían unos cuarenta, negros, pequeñitos y arrugados, de los que comúnmente vemos en los contenedores de basura del gran mercado de Cenada o en el Mayoreo.
Tal vez, por mera asociación, recordé la pujante industria de momias egipcias en el primer cuarto del siglo XX, cuando Howard Carter descubrió la tumba de Tutankamón, tan abundantes y baratas que hasta sirvieron de combustible a fin de alimentar las calderas de los trenes de vapor en Inglaterra.
Yo, ahí, al lado de semejante miserable simulando ganarse el sustento con esos frutos semipodridos para el consumo, prácticamente estafando a los tontos y temerarios que, con tal de aplacar el hambre o ahorrarse unos pesos, les importa un aguacate, digo, un pepino, pillar una enfermedad contagiosa.
Un individuo de traje entero se acercó y le saludó con una efusión inédita. Charlaron como grandes amigos, y a poco compró ocho de aquellas pasas despidiéndose del indígena, reverenciándolo como si fuese dignatario o el rey Moctezuma Xocoyotzin. Y hasta ese instante no entendí bien el dineral que le dio al seudocomerciante narcisista e igualado.
—Y es verdad: «Una golondrina no hace verano», y «en el país de los ciegos cualquier tuerto es rey” —cavilé reconfortado, aunque con cierto sinsabor y rabia.
Pero no había terminado de esbozar estas verdades, cuando al vendedor le cayó una elegante dama.
—Ay, don Onofre, querido padre, gusto de verlo —le dijo al indio, al parecer entrado en sus cincuenta años y que al menos tenía nombre—. Desde hace cuatro meses los hps del Gobierno me tienen en teletrabajo; sabe usted, maestro, ¡este virus está que arde!
Y el necio, desconcertante y risible cortejo seguido de sumas estrambóticas de billetes de alta denominación.
—Arde la gente y los consume el fuego del miedo… —le replicó él con una inusitada voz profunda, hipnótica, hogareña…
—«Arde la gente y los consume el fuego del miedo» … —invoqué ipso facto en mi fuero interno cual loco mantra que me había infectado a través de su certeza liberadora.
En esa sumisión bobalicona yacía yo, usualmente ser estoico y descreído, al tanto pasaba la vagoneta municipal de recolección de desechos, sabemos, un pandemónium de ruido y humo a plena luz del día atravesando la espantosa urbe, insólito dominio del sempiterno e inamovible alcalde Jam. Tras ella, cuatro o cinco energúmenos echando de mala manera las bolsas y cartones. Un líquido amarillento creaba una pestilente estela acre sobre la calle.
Entonces, empleando este mecanismo defensivo de abstracción ante tanta agresión ambiental, delincuentes y drogatas, empleé la imbécil técnica de un avestruz en aprietos.
En completa oscuridad, de forma inesperada, experimenté una especie de epifanía, y fue cuando sentí una inusitada y cálida vibración pudiendo contemplar al ser a mi lado en modo astral, gastando su taparrabo, plumas y utensilios de rigor.
Soplaba una flauta, luego cantaba danzando alrededor del fuego introduciendo en las llamas manojos de yerbas buscando energizar esta descolorida aura de güerito, impregnándome de humo y aromas exóticos entre los que pude reconocer sólo el de la marihuana.
No sé cuánto duró ese trance, pero «desperté» y la mujer ya abordaba un taxi de DiDi. El chamán atendía ahora a otro distinguido caballero y ejecutó un guiño de complicidad y disimulada señal de que aguardara…
Pasmado, imbuido en esa imprevista atmósfera sicodélica, esperé ansioso mi turno a fin de adquirir aquellos mágicos y preciosos aguacates.
Alcancé a comprar los últimos cuatro en diez mil cada uno.
Un joven blanco y con aspecto de estrella de cine aparcó el auto de lujo y escudriñó al maestro. Entonces, mirando al maltrecho recipiente de cartón, desconsolado, rascó su cabeza rapada y, todavía así, sin descender de la nave, le extendió un fabuloso y raro billete morado de cincuenta mil colones.
«Hasta esta fecha pude, incluso, avistar ovnis y seres fantásticos de mi folclor como la Segua, Tulivieja y el Cadejo, ¡pero nunca uno de ésos!», pensé dibujando una sonrisa atravesada (entiéndase, irónica).
—El lunes, como siempre, tendré otros cuarenta —le informó al dandi.
—Bien, maestro, no hay problema, ya mañana es viernes, me quedan tres panaceas. Me guarda mis cinco. ¡Hasta entonces!
Previo a acelerar aquella máquina draconiana y partir, el flamante muchachón igual cerró sus ojos… y todo flotaba en torno a Onofre a quien hacía pocos minutos repudiara por su baja condición y aspecto descuidado, y ahora trocaba él en director místico de un sucio y peligroso paraje urbano: tres ciclistas, el drogata y pitbull sin bozal, la madre y niño de su mano, un pájaro parecido al cuervo rumbo al bosquecillo de la antigua Penitenciaría Central…
Y al fin venía el estornaco de Sabana rodando también en cámara lenta. «El lunes, como siempre, traeré otros cuarenta»…
Esta frase me quedó retumbando en el cráneo.
Al girar el chofer nicaragüense hacia la Avenida 5, volteé para echarle un vistazo último al indio a través de la ventanilla, pero únicamente creí divisar sobre la caja mugrienta una morpho revoloteando y alejándose.
¡Del chamán Onofre, ni sus plumas!
*
Esa noche en casa, cené sabroso guacamole de primera con tostadas y té de canela. Cancelé toda mi agenda para los lunes que me resten por vivir.
Seguro estoy, mientras imagine al chamán y hermosos aguacates un día lunes en ese mismo punto hechizado, habrá equilibrio en esta distópica y loca ciudad.
¡La cosa marchará de maravilla!
FIN
***
Cuento del escritor y periodista español-tico Frank Ruffino, título original “Como una flor de loto”, del libro “Golpes bajos”, Ediciones “Nudo sin Fin”, octubre 2020. Ligeramente, el autor versionó el texto para ofrecernos esta nueva entrega.
Imagen con fines ilustrativos.