- El autor de esta nueva entrega de “Títeres sin cabeza” nos presenta una escalofriante y cruda sátira, metáfora actual sobre la compleja y polémica gestión del presidente de El Salvador Nayib Bukele. Lo cierto es que en más de trescientos días, El Salvador no reporta ningún asesinato atribuible a estos criminales organizados que ya asolan a varios países de América Latina, en cuenta nuestro país.
Por Frank Ruffino. Ladrar por ladrar en esta Centroamérica de los horrores, y el único consuelo para ese diminuto país, en que, afortunadamente, las pesadillas van disipándose y comienzan a emerger los sueños.
El pequeño y oculto Nayib (como decir el David bíblico) se encontraba en la parte exterior de cierto restaurante popular capitalino, un día cualquiera de su vida, porque es la época en que parece se rehúye del presente y se añora vivir en el pasado o futuro…, quizá sí, futuro, en ese tiempo no concreto que es nuestro porvenir donde soñamos volverá la justicia a recobrar su espíritu, respeto y señorío.
Mientras tanto, y por pura cuestión de sobrevivencia, seguiremos practicando de esa otra que llaman los noticieros de sucesos «pronta y cumplida», aunque se tome en nuestras propias manos.
La camarera sirvió la orden, y el genial joven, disfrazado de vejete encorvado y con bordón, estaba pronto a probar su café y devorar la comida cuando un inoportuno le interrumpió…
—Señor, regáleme un billete de quinientos colones salvadoreños.
—No tengo efectivo, sólo bitcoins —y tocó su smartphone, guardado en su humilde bolso.
—Eche una moneda de a cincuenta.
—Tampoco tengo.
—Entonces deme ese sándwich.
—Este ha sido mi único alimento del día y ya pronto abordo ese bus (se volvió señalando el Scania azul parqueado al otro lado de la calle). El regreso a mi pueblo es de dos horas.
—Sería peor que lo asaltara o matara, usted manda…
—¿A quién?
—A usted. Bueno, viejo peludo y renco, no se ponga guapo y regáleme por lo menos la hora, usted no regala nada, ni un traguito de ese cafecito.
Nayib hizo una rápida lectura de ese rostro psicópata y tras él desentrañó lo que tramaba su desconfigurado cerebro de drogadicto malvado y asesino.
Se le atribuían más de veinte muertes de víctimas inocentes, principalmente mujeres, ancianos y jóvenes. Así, introdujo el brazo derecho en el morral de yute y cogió el 38 sin perder de vista al delincuente, quien pensó buscaba el celular o el reloj para «regalarle la hora».
Sostuvo esa posición de ataque velado mientras el café con leche humeaba, y con una calma singular, dominio propio y socarronería tradicionales, tan celebradas por su pueblo y admiradores del mundo, interrogó al intimidante interlocutor:
—¿A usted le gustan mucho los regalos?
—Pues sí, perro, ¡a quién no!
—¿Le gusta una bala?
—Una bala sí, por lo menos esa bala de la cadena de plata, estúpido maldito, porque me está cansando y nadie cansa «al negro». —Y al tanto que hablaba, esta lacra de la sociedad apretaba definiendo algo duro y largo en la sudadera blanca con capucha…
Pero en un rápido movimiento, el ágil de Nayib se despojó del disfraz de anciano decrépito y desvalido y puso el cañón del revólver entre sus ojos.
—Pensé era esa bala —ladró el tipejo tembloroso.
El revelado campeón contra el crimen organizado deslizó hacia abajo el cañón embutiéndolo por ese asqueroso hueco pedigüeño.
«El negro», de unos 25 años, bizco de terror reconoció al azote de Dios contra las maras, babeando balbució algo así como «por favor perdón señor presidente».
Suplicando en modo de gruñidos fue haciéndose más corto de estatura hasta que, el antes pequeño Nayib, ya enderezado y sin el bastón, lo tuvo completamente a su merced, de rodillas, manos juntas como cuando se pide en oración un gran favor, y se está, precisamente, entre la vida y la muerte…
«¡Qué coincidencia fatal!», caviló este héroe moderno, y con ironía dijo:
—¿No quiere merendar bala en salsa negra de pólvora con sabor a plata?
Entonces un líquido amarillento y fétido comenzó a resumir de sus pantalones.
—¡Te measte y cagaste pandillero cabrón!
Extrajo su celular y con pericia singular de su mano izquierda, puso el cronómetro pegado a los ojotes desorbitados del marero, dicen, único que faltaba cazar en esa parte de la ciudad.
—Le regalo tres segundos para que se pierda de mi vista tras la esquina, si no, le alcanzará este presente de plata, no me gustan los tipos holgazanes y malucos en mi país donde los trabajadores honestos somos abrumadora mayoría. Dicho: tres segundos, sólo tres segundos.
De un salto el sorprendido y temido antisocial se incorporó corriendo a la esquina para ocultarse y perderse, mas, a dos pasos de la salvación resbaló. El diminuto obsequio se introdujo a un costado a la altura del pecho, una bella rosa negra se tatuaba en la piel del abrigo.
—Mala suerte —susurró el ducho tirador y reformador.
En esa tarde de inesperados regalos, no quiso darle ni un segundo a quien le había malogrado la merienda y casi el día. Tumbado, el enemigo chillaba como una niñita histérica. Nayib contó ocho pasos hasta esa cosa humana trastocada a lombriz epiléptica, y le obsequió estas palabras:
—Esto va por los que mataste a sangre fría, hoy estoy más dadivoso de la cuenta, ten esta otra regalía…
Apuntó a su frente mientras pronunciaba una frase tan sencilla y que nada cuesta en tiempos de tanta palabrería política y mezquindad para con los ciudadanos:
—¡Feliz cumpleaños anticipado! —y disparó.
Revisó al criminal y extrajo un gran cuchillo de carnicero que tiró lejos. Dos damas mayores salían del establecimiento cogidas del brazo y aplaudieron agradeciendo el acto heroico.
La patrulla de la policía no tardó en llegar. Nayib señaló al delincuente, mas, el oficial ni se tomó la molestia de bajar del vehículo: un vistazo con sus prismáticos bastó para confirmar se trataba del consuetudinario criminal y llamó a la morgue.
Antes de partir, y para cumplir como la ley dicta, el patrullero le extendió al valiente líder toda una plana de cupones para la respectiva acreditación en el banco del Estado de trescientos mil bitcoins por librar a la sociedad de «el negro», tiquetes que también podría canjear en abarrotes si se presentaban en la Cadena de Supermercados Populares, dinamizándose así la economía, antes tan maltrecha y a punto de desaparecer cuando dominaron las maras.
—Embarazoso incidente sí, pero el final de esta tarde dio un giro más provechoso para con la Patria —pensó agradecido y resuelto Nayib y a paso decidido fue hasta las ancianas donándoles los cupones canjeables por abarrotes.
El viejo jeep Land Rover 1975 le esperaba aparcado tras el autobús. Sin chofer ni ningún tipo de escolta, abordó el vehículo que pronto se esfumó en la Avenida Revolución rumbo a la Casa Presidencial.
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Sátira basada en el relato del escritor tico de origen español Frank Ruffino, titulado “Otra especie de filantropía” y parte de su libro de cuentos “Los perros también soñamos”. (Octubre de 2019, Veragua Ediciones).